La Cámara de Senadores de la Nación convirtió anoche en ley el
proyecto que, por única vez, establece como feriado nacional el 24 de
septiembre, al cumplirse ese lunes el Bicentenario de la Batalla de
Tucumán.
La Batalla de Tucumán se libró entre el 24 y el 25 de septiembre
de 1812 en el Campo de las Carreras y cambió el curso de la Guerra de
la Independencia.
Hace dos siglos, el Ejército del Norte, al mando del abogado y
general Manuel Belgrano, a quien secundara el coronel Eustaquio Díaz
Vélez -en su carácter de mayor general-, derrotó a las tropas realistas
del brigadier Juan Pío Tristán, que lo doblaban en número. Con ello,
detuvo el avance realista sobre el noroeste del actual argentino,
entonces Provincias Unidas del Río de la Plata.
El triunfo en el Campo
de las Carreras cambió el curso de la historia, hasta entonces
desfavorable para el ejército patriota, y aseguró la Revolución de Mayo.
En la Guerra de la Independencia, la Batalla de Tucumán se libró
durante el 24 y el 25 de septiembre de 1812.
Junto con la Batalla de Salta, que tuvo lugar el 20 de febrero
de 1813, el triunfo de Tucumán permitió a los rioplatenses confirmar los
límites de la región bajo su control.
FRAGMENTO DE MEMORIA SOBRE LA BATALLA DE TUCUMAN (1812) POR MANUEL BELGRANO
Había pensado dejar para tiempos más tranquilos, escribir
una memoria sobre la acción gloriosa del 24 de septiembre del año
anterior; lo mismo que de las demás que he tenido, en mi expedición al
Paraguay, con el objeto de instruir a los militares del modo más
acertado, dándoles lecciones por medio de una manifestación de mis
errores, de mis debilidades y de mis aciertos para que se aprovechasen
en las circunstancias y lograsen evitar los primeros, y aprovecharse de
los últimos.
Pero es tal el fuego que un díscolo, intrigante, y diré
también, cobarde atentado, introdujo en el ejército, sin efecto en este
pueblo y en la capital; y su osadía para haberme presentado un papel
que por sí mismo lo acusa, cuando trata de elogiarse y vestirse de
plumas ajenas, que no me es dable desentenderme y me veo precisado en
medio de mis graves ocupaciones a privarme de la tranquilidad y reposo
tan necesario, para manifestar a clara luz la acción del predicho 24 y
la parte que todos tuvieron en ella.
Confieso que me había propuesto no hablar de las
debilidades de ninguno, que yo mismo había palpado desde que intenté la
retirada de la fuerza que tenía en Humahuaca a las órdenes de don Juan
Ramón Balcarce, autor del papel que acabo de referir, pero habiéndome
incitado a ejecutarlo, presentaré su conducta a la faz del universo con
todos los caracteres de la verdad, protestando no faltar a ella, aunque
sea contra mí, pues éste es mi modo de pensar y de que tengo dadas
tantas pruebas, muy positivas, en los cargos que he ejercido desde mis
más tiernos años y de los que he desempeñado desde nuestra gloriosa
revolución no por elección, porque nunca la he tenido, ni nada he
solicitado, sino porque me han llamado y me han mandado: errados a la
verdad en su concepto.
Todos mis paisanos y muchos habitantes de la España saben
que mi carrera fue la de los estudios, y que concluidos éstos debí a
Carlos IV que me nombrase secretario del Consulado de Buenos Aires en su
creación; por consiguiente mi aplicación poca o mucha, nunca se
dirigió a lo militar, y si en el 1796 el virrey Melo, me confirió el
despacho de capitán de milicias urbanas de la misma capital, más bien
lo recibí como para tener un vestido más que ponerme, que para tomar
conocimientos en semejante carrera.
Así es, que habiendo sido preciso hacer uso de las armas y
figurar como capitán el año 1806, que invadieron los ingleses, no sólo
ignoraba cómo se formaba una compañía en batalla, o en columna, pero
ni sabía mandar echar armas al hombro, y tuve que ir a retaguardia de
una de ellas, dependiente de la voz de un oficial subalterno, o tal vez
de un cabo de escuadrón de aquella clase.
Cuando Buenos Aires se libertó, en el mismo año de 1806,
de los expresados enemigos y regresé de la Banda Oriental a donde fui,
después que se creó el cuerpo de patricios, mis paisanos haciéndome un
favor, que no merecía, me eligieron sargento mayor, y a fin de
desempeñar aquella confianza, me puse a aprender el manejo de armas y
tomar sucesivamente lecciones de milicia. He aquí el origen de mi
carrera militar, que continué hasta la repulsa del ejército de
Whitelocke, en el año 1807, en la que hice el papel de ayudante de
campo del cuartel maestre, y me retiré del servicio de mi empleo, sin
pensar en que había de llegar el caso de figurar en la milicia: por
consiguiente, para nada ocupaba mi imaginación lo que pertenecía a esta
carrera, si no era ponerme alguna vez el uniforme para hermanarme con
mis paisanos.
Se deja ver que mis conocimientos marciales eran ningunos,
y que no podía yo entrar al rol de nuestros oficiales que desde sus
tiernos años, se habían dedicado, aun cuando no fuese más que a aquella
rutina que los constituía tales: pues que ciertamente, tampoco les
enseñaban otra cosa, ni la Corte de España quería que supiesen más.
En este estado sucedió la revolución de 1810; mis paisanos
me eligen para uno de los vocales de la Junta provisoria, y esta misma
me envía al Paraguay de su representante, y general en jefe de una
fuerza a que dio el nombre de ejército porque había sin duda en ella de
toda arma, y no es el caso hablar ahora de ella, ni de sus operaciones
de entonces.
Pero ellas me atrajeron la envidia de mis cohermanos de
armas y en particular el grado de brigadier, que me confirió la misma
junta, haciendo más brecha en el tal don Juan Ramón Balcarce, que
además, había sido el autor para que no fuese en mi auxilio el cuerpo
de húsares de que era teniente coronel, intrigando y esforzándose con
sus oficiales en una junta de guerra, hasta conseguir que cediesen a su
opinión, exceptuándose solamente uno, que en su honor debo nombrar: don
Blas José Pico.
E
ra, pues, preciso que sostuviese un hecho tan ajeno de un
militar amante de su patria, y que ahora he comprendido, era efecto de
su cobardía y de una revolución intentada efectuada por otros fines, y
cuyos autores jamás pensaron en vejarme, ni abatir, mis tales cuales
servicios, honrados, y patrióticos, le dio lugar a que valiéndose de
él, pidiese la recíproca, e hiciese que los oficiales de aquel cuerpo
que por sí mismo se había degradado, no concurriesen al socorro de sus
hermanos de armas abandonados, se empeñaron y agitaron los ánimos, para
que se me quitase el grado y el mando de aquel ejército, que ya
aterraba a los de Montevideo.
Bien se ve que hablo de la revolución de 5 y 6 de abril de
1811, y no tengo para calificar ante mi Nación y ante todas las que
han sido instruidas de ellas cual será don Juan Ramón Balcarce, cuando
lo presente como un individuo que cooperó a ella, y que acaso en todo
lo concerniente a mi, puedo asegurar, fue el primero y principal
promovedor.
Conocía esto yo y lo sabía muy bien, cuando el gobierno me
envió a tomar el mando de este ejército y le hallé que estaba en Salta
con una fuerza de caballería: consulté con el general Pueyrredón sobre
su permanencia en el ejército, no por mi (hablo verdad) sino por la
causa que defendemos, y me contestó que no había que desconfiar.
Con este dato, creyendo yo al general Pueyrredón un
verdadero amante de su patria, apagué mis desconfianzas, y habiéndome
escrito con expresiones excedentes a mi mérito, le contesté en los
términos de mayor urbanidad y traté desde aquel momento de darle pruebas
de que en mí no residía espíritu de venganza, sin embargo de haber
observado por mí mismo, que su conciencia le remordía en sus
procedimientos contra mí, y de los que con tanto descaró había
ejecutado su hermano don Marcos, de que en el gobierno hay pruebas
evidentes.
Así es que llegado al Camposanto donde se me reunió
inmediatamente, lo hice reconocer de mayor general interino del
ejército por hallarse indispuesto el señor Díaz Vélez y sucesivamente
fié a su cuidado comisiones de importancia, dejándolo con el mando de
lo que se llamaba ejército, mientras mi viaje a Purmamarca. A mi
regreso, lo ocupé también, cuando la huida del obispo de Salta, o su
ocultación, y no había cosa en que no le manifestase el aprecio que
hacía de él.
Llega el caso de poner en movimiento el ejército, no
porque estuviese en estado, porque con dificultad podía presentarse una
fuerza más deshecha por sí misma, ya por su disciplina y
subordinación, ya por su armamento, ya también por los estragos del
chucho (terciana, o fiebre intermitente), sino porque convenía ver si
con mi venida y los auxilios que me seguían podía distraer al enemigo
de sus miras sobre Cochabamba.
Inmediatamente eché mano de él y lo mandé a Humahuaca con
la tal cual fuerza disponible que había, quedándome yo con el resto
con que fui a Jujuy a situarme, para poder trabajar en lo mucho que
debía hacerse de reponer un cuerpo enteramente inerme y casi en nulidad
que era el ejército en donde no se conocía la filiación de un soldado y
había jefe que en sus conversaciones privadas se oponía a ella, cual
lo era el comandante de húsares don Juan Andrés Pueyrredón, sin duda
para que todo siguiera en el mismo desorden.
Me hallaba en Jujuy y por sus mismos partes (de Balcarce) y
oficios y aun cartas amistosas clamaba porque le dejase salir a
perseguir algunas partidas enemigas, que me decía, recorrían el campo
se lo permití y llegado hasta Congrejillos, y aun antes, me insinuaba
que no convenía separarse tanto del cuartel general le hice retirarse,
así porque supe que no había enemigos hasta Suipacha y aquellas
cercanías, como porque veía que mi intento no se lograba de poner en
movimiento al enemigo, que sabía, si cabe decirlo así, tanto o más que
yo lo que era el tal ejército.
Se retiró, según mis órdenes, de Cangrejillos y tiene la
osadía de decirme en el papel que me ha dado mérito a esta memoria, que
había ido hasta Yaví y había ahuyentado a todas las partidas enemigas,
cuando no encontró una, ni en aquella salida hubo más que mandar a don
Cornelio Zelaya y don Juan Escobar a traer al tío del marques de Tojo
(o Yaví, pues con los dos nombres era designado) de su población de
Yaví.
Es verdad que en Humahuaca promovió el reclutamiento de
los hijos de la quebrada, que tanto honor han hecho a las armas de la
patria, y se empeñó en su disciplina, para lo que él confieso que es a
propósito y si en mi mano estuviera lo destinaría la enseñanza y
particularmente de la caballería, pero de ningún modo a las acciones de
guerra.
Empecé a desconfiar de su aptitud para ellas en los
momentos en que me avisó lo movimientos del enemigo de Suipacha puede
juzgarle de su cavilosidad y cobardía por sus mismos oficios y
consultas repetidas, tanto que me vi precisado a mandar al mayor general
Díaz Vélez, a hacerse cargo del mando, y aun a escribirle una carta
reservada del estado de mi corazón respecto de aquél, pues ya no
confiaba en sus operaciones, y me llenaba de desconfianza de si quería,
o no hacer lo que hizo con Pueyrredón de darle un parte de que los
enemigos bajaban, para que se retirase cuando aquéllos ni lo habían
imaginado.
Llegado el mayor general Díaz Vélez a Humahuaca con el
designio de distraer al enemigo por uno de los flancos, no pudiendo
verificarlo por su proximidad, dictó sus órdenes para que se retirasen
las avanzadas, que hizo firmara Balcarce por la mayor prontitud y aun al
día siguiente se privase de esto, para decir de su honrosa retirada,
cuando todas las disposiciones eran debidas al expresado mayor general,
y cuando jamás se le vio a retaguardia de la tropa, pues al contrario
en la vanguardia con los batidores era su marcha.
Esto lo presencié por mí mismo, cuando habiéndome dado
parte, en la Cabeza del Buey, de que el enemigo avanzaba y sólo
distaba cuatro cuadras del cuerpo de retaguardia, mandé que se
replegase a mi posición y me dispuse a recibirlo: vi, pues, entonces,
que con los batidores, y a un buen trote, el primer oficial que se me
presento fue el don Juan Ramón, y sé que sucesivamente hizo otro tanto
hasta que vino envuelto entre el cuerpo dicho de retaguardia,
perseguido de los enemigos. Cuando éstos se me presentaron en el río de
las Piedras y logré rechazarlos con 100 cazadores, cien pardos y otros
tantos de caballería y entre los cuales no fue el primero a
presentárselas, ni a subir una altura que ocupaban, y en que se
distinguió el capitán don Marcelino Cornejo; habiendo quedado a
retaguardia el mencionado don Juan Ramón.
Como, desde esta acción, ya mi cuerpo de retaguardia,
viniese a corta distancias resuelto a sostenerme para no perderlo todo
consultando con el mayor general, en la Encrucijada los medios y
arbitrios que pudiéramos tomar para el efecto, que apuntó el nominado
don Juan Ramón, para enviarlo con anticipación a ésta (Tucumán), donde
tenía concepto por haber estado en otro tiempo de ayudante de las
milicias y me resolví; dándole las más amplias facultades para promover
la reunión de gente y armas y estimular al vecindario a la defensa.
Desempeñó esta comisión muy bien, dio sus providencias
para la reunión de gente así en la ciudad como en la campaña, bien que
más tuvo efecto la de ésta, en que intervinieron don Bernabé Aráoz, don
Diego Aráoz y el cura doctor don Pedro Miguel Aráoz, pues de la
ciudad, la mayor parte, con vanos pretextos, o sin ellos no tomaron las
armas siendo los primeros que no asistieron los capituladores
exceptuándose solamente don Cayetano Aráoz, y habiéndose ido dos o tres
días antes de la acción, el gobernador intendente de Domingo García, y
no pereciendo en ella el teniente gobernador don Francisco Ugarte.
El día que me acercaba a esta ciudad, se anticipó el
ayudante de don Juan Ramón, don José María Palomeque, a anunciarme la
reunión de gente, noticia que recibí con el mayor gusto, y que ensanchó
mi ánimo. Volé a verla por mí mismo y hablé con aquél en la quinta de
Ávila, donde nos encontramos, y haciendo toda confianza de él, y
tratando de nuestra situación, le hice ver las instrucciones que me
gobernaban, las más reservadas, manifestándole mi opinión acerca de
esperar al enemigo: convino, lo mismo que había hecho en la
Encrucijada, exponiéndome que no había otro medio de salvarnos, en cuya
consecuencia, escribí al gobierno el 12 de septiembre; y aún le enseñé
allí mismo el borrador, haciendo toda confianza de él.
Sucesivamente se reunieron hasta 600 hombres a sus
órdenes, en que había húsares, decididos y paisanos, y les dio sus
lecciones constantemente, contrayéndose en verdad a su instrucción y a
entusiasmarles en los días que mediaron, con un celo digno de aprecio,
pero ya empecé a entrever su insubordinación respecto del mayor general
Díaz Vélez, y una cierta especie de partido que se formaba, habiendo
llegado a término de escándalo la primera, aun a las inmediaciones de
la tropa y paisanaje, que me fue necesario prudencia por las
circunstancias y en particular por no descontentar a los últimos, que,
como he dicho, tenían un gran concepto formado de él. Es preciso no
echar mano jamás de paisanos para la guerra, a menos de no verse en un
caso tan apurado como en el que me he visto.
Dispuse pues dividir aquel cuerpo, dándole a mandar el ala
derecha, que la componía una mitad (de dicho cuerpo) y a don José
Bernáldez el ala izquierda, que era la otra mitad con orden expresa de
que se dividieran del mismo modo las armas de fuego, orden que no se
cumplió y de que fui exactamente cerciorado, cuando al marchar para el
frente del enemigo, me hace presente Bernáldez, la falta de armas de
fuego, por no haberse ejecutado mi expresada orden.
El momento de la acción del 24 llega: la formación de la
infantería era en tres columnas, con cuatro piezas para los claros y la
caballería marchaba en batalla, por no estar impuesta, ni disciplinada
para los despliegues, ni podía ser en tanto corto tiempo como el que
había mediado del 12 al 24.
Hallándome con el ejército, a menos de tiro de cañón del
enemigo, mandé desplegar por la izquierda las tres columnas de
infantería, unica evolución que habían podido aprender en los tres días
anteriores, en que habíamos hecho algunas evoluciones de lineal y que
se podía esperar que se ejecutase la tropa con facilidad y sin
equivocación, quedando los intervalos correspondientes para la
artillería. Se hizo esta maniobra con mejor éxito que en un día de
ejercicio.
El campo de batalla no había sido reconocido por mí,
porque no se me había pasado por la imaginación, que el enemigo
intentase venir por aquel camino a tomar la retaguardia del pueblo, con
el designio de cortarme toda retirada, por consiguiente me hallé en
posición desventajosa, con partes del ejército en un bajío, y mandé
avanzar siempre en línea que ocupaba una altura y sufría sus fuegos de
fusilarla sin responder con artillería, hasta que observando mas que
ésta había abierto claros y que los enemigos ya se buscaban unos a
otros para guarecerse mandé que avanzase la caballería, y ordené que se
tocase paso de ataque a la infantería.
Confieso que fue una gloria para mí, ver que resultado de
mis lecciones a los infantes para acostumbrarlos a calar bayoneta al
oír aquel toque, correspondió a mis deseos; no así en la caballería del
ala derecha que mandaba don Juan Ramón Balcarce, pues lejos de avanzar
a su frente, se me iba en desfilada por el costado derecho en esta
situación, observé que el enemigo, desfilaba en martillo a tomar flanco
izquierdo de mi línea y fiando al cuidado de los jefes de aquel
costado, aquella atención, me contraje a que la caballería del ala
derecha ejecutase mis órdenes.
Hallándome en aquellos apuros, no sé quién vino a decirme
de la parte de Balcarce, que luego que la infantería hubiese destrozado
al enemigo, avanzaría la caballería: entonces se redoblaron mis
órdenes de avanzar y empezándolas a cumplir, marchando el ejército, le
mandé decir con mi edecán Pico, que no era aquél modo de avanzar, que
lo ejecutase a galope. Sin embargo tomó dirección, no a su frente sino
sobre la derecha, y viéndome así burlado en mi idea, volví a
retaguardia y presentándoseme en el cuerpo de reserva el capitán don
Antonio Rodríguez, al frente de la caballería que había allí, le mandé
avanzar por el punto donde me hallaba, y lo ejecutó con un denuedo
propio.
Observaba este movimiento, y vuelvo sobre mi costado izquierdo,
para saber el éxito de aquella tropa del enemigo, que había visto
desfilar y me encuentro con el coronel Moldes que se venía hacia mí y
me pregunta: "¿Dónde va usted a buscar mi gente?" (Su gente debía
decir, porque el coronel Moldes no mandaba ninguna). Entonces me
manifiesta que estaba cortado: "pues vamos a buscar a la caballería"
-le dije- y tomó mi frente que los enemigos habían abandonado.
Fuente:
www.elhistoriador.com.ar