Dale al Twitt

La imagen del día

La imagen del día

La frase del Día...

"La soja se puede mantener un año o más sin venderse" , Luis Miguel Etchevehere, Presidente de la Sociedad Rural

VEO VEO...

El concierto de los espléndidos

7.6.10

Por Abel Gilbert

30-05-2010 /  En la preapertura, pese al esfuerzo de la Orquesta Estable del Colón de interpretar con fervor la Novena Sinfonía de Beethoven, el mismísimo Mauricio Macri se retiró en medio de la función.



 
La reapertura del Teatro Colón debería leerse como una verdadera crónica macriana: algo de otro planeta, pero que sucede aquí, y por eso nos da cierta cosita. Esa sensación de extrañamiento frente a lo conocido poco tiene que ver con cuestiones estéticas. En el entorno marmóreo de la calle Libertad se puso en juego otra cosa, y no necesariamente el antagonismo pueril que busca reducir todo a los polos elite y pueblo. Me parece que el Colón hizo visible, con fulgor tecnológico, el aspecto más berreta y poco ilustrado de nuestra burguesía.    
La idea de utilizar la vulgata de la música clásica del siglo XIX como carta de civilidad frente a la fuerza estentórea de lo aluvional ni si quiera es creíble en el Pibe de Socma. El valor simbólico del Colón le es tan utilitario y fugaz como lo fueron los Rolling Stones para Carlos Menem: una imagen. No olvidemos que el jefe de Gobierno Mauricio Freddy Mercury Macri protagonizó un festival personal del bostezo en la pre apertura del Teatro y se fue en medio de la IX Sinfonía de Beethoven.
Lo del Colón, subrayo, fue teatro. Teatro de la banalidad. Trataré de explicarme. Desde el estreno en 1797 de El Gato con botas, de Ludwig Tieck, la idea de un teatro que reflexiona sobre sí mismo da un paso sumamente audaz. El teatro se propone ir más allá del escenario, de lo que ocurre de uno y otro lado del telón, de lo que se entiende como obra (aquello que incumbe solamente a los actores). Tieck, como antes Shakespeare, entendió que en cierta medida todos actuamos (la vida como el cuento narrado por un idiota). Esta idea llevará, en la segunda mitad del siglo XX, a un cuestionamiento radical de lo puramente teatral. En Offending the audience (1965), Peter Hanke decide que los actores desafíen al público, obligándolo a defenderse de los ataques que le lanzan desde el escenario.
La performance y el happening, de otro lado, intentaron poner en igualdad de condiciones a la obra de los actores y la que a su vez realizan, de manera consciente o no, los espectadores. La explicación no es culterana ni capciosa. Lo que ocurrió la noche del Bicentenario al borde del PROscenio parece hablarnos de ese estado de cosas, aunque de manera involuntaria (un happening macriano). La obra, se desarrolló a las puertas del Colón, en sus pasillos, delante de las cámaras, y no dentro de la sala. Y los PROtagonistas, hay que decirlo, cumplieron con PROverbial eficacia sus papeles.
Allí estuvo Francisco de Narváez PROdigando elogios a la acústica del Colón. Dijo sentirse arrobado por la preservación de la calidad de la quinta sala lírica del mundo. Y, de repente, supimos que sabía de física, de ondas y reverberaciones. Qué oído absoluto. Como De Narváez, muchos se vieron obligados a hablar de ese estado de Nirvana.
El Colón tiene esa capacidad de incitación: impele al ditirambo. Hasta algunos repetidores mediáticos del “j´accuse” de Emile Zola (que en rigor se parecen más a las piruetas verbales de Felipe Solá) se han visto obligados a opinar a pesar de ser verdaderos analfabetos musicales. Qué bárbara la civilización de etiqueta. Nunca se preguntarán si Buenos Aires, que tarda milenios en extender su red de subterráneos, que carece de salas apropiadas para la música sinfónica (fuera del Colón), que destina un magro presupuesto a la educación musical, que no graba a sus compositores consagrados ni siquiera para el Bicentenario, debe invertir 100 millones de dólares en la refacción de un teatro. No les interesa si con el dinero gastado alcanzará para que el Colón funcione a la altura de las expectativas.
Así estamos haciendo Buenos Aires. No hubo en la velada escritores, poetas ni filósofos. Tampoco compositores o directores. Fue, sí, en cambio, el elenco estable de la conjura palaciega, un rey de los chocolatines, una anfitriona de los mediodías y una ex bataclana. Falto Marce, che. Del refinamiento clasista de Victoria Ocampo (que hospedaba a Stravinski y cuya editorial Sur traducía a Theodor Adorno) hemos pasado a una clase que sólo se refugia en sus rituales más patéticos de la música: la melomanía como adorno representacional.
La burguesía paulista convirtió la vieja estación de tren en una extraordinaria sala para la música sinfónica. Dotó, a su vez, a la orquesta de recursos que envidiarían los argentinos. La sociedad del espectáculo vernácula sólo puede usar al Colón como el antifaz que esconde sus propias limitaciones. Por eso prefiere ir a las salas VIP de los conciertos de rock. Al fin y al cabo –no jodamos– una entrada para ver a Beyonce de cerquita o a Madonna puede ser tan cara como un palco del Colón.