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"La soja se puede mantener un año o más sin venderse" , Luis Miguel Etchevehere, Presidente de la Sociedad Rural

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El secreto del sastre

6.1.11

Klaus era un hombre viejo y solitario. Solía pasear sin rumbo por las calles de Helsinki , en la lejana Finlandia. El crudo frío de la ciudad no lo afectaba y con actitud de haber perdido el interes por todo, deambulaba con la cabeza gacha, la barba enmarañada y el largo pelo blanco cayendo desprolijamente sobre los hombros.
Sus tristes paseos habían comenzado un año atrás, después de haber perdido a su esposa y a su hijo durante una epidemia. Desde ese momento se habían evaporado de su existencia las ganas de vivir, de trabajar o de tener fe en algo.
La sastrería de Klaus, que antes había sido próspera, ya no recibía clientes, y tampoco la visitaban los antiguos conocidos. Esa misma gente no saludaba al anciano cuando se lo encontraban en el calle porque su aspecto había cambiado tanto que no lo reconocían.

Un día en que, como siempre, Klaus iba sumido en sus oscuros pensamientos, alguien le gritó que se apartara del camino. Era un obrero que empujaba trabajosamente una carretilla cargada con restos de maderas coloreadas. Klaus se hizo a un lado, el hombre avanzó y fue a descargar la carretilla unos metros más adelante, sobre una verdadera montaña de desechos.
Klaus se detuvo a mirar y una profunda tristeza lo invadió. Habia pedazos de trenes, caballos, muñecos, casitas… Provenían de una cercana fábrica de juguetes, la misma donde muchos años atrás, él había comprado un circo completo de madera con el que su hijo se entretuvo durante muchísimo tiempo. El anciano se volvió bruscamente, apartando los ojos de la montaña de pedacitos de madera pintados, como si de esa forma hubiera querido también apartar de su mente aquellos pensamientos.
Así fue como vio a un chico de aspecto muy pobre, con la nariz pegada a la vidriera de la fabrica. Era un niño muy delgado con un curioso mechón blanco en el flequillo, que miraba como hipnotizado un enorme tren de ocho o diez vagones tirados por una hermosa locomotora negra con detalles rojos y dorados.
La mirada del chico en la que se combinaban la desesperanza y la desilusión, parecía expresar claramente un pensamiento: “Nunca tendré en mis manos un juguete como éste”.
Klaus sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Y por primera vez en mucho tiempo no estuvo angustiado por sí mismo.
Sentía pena por ese chico y por todos los niños que jamás jugarían con maravillas como las que se veían en esa vidriera. Casi sin pensar a dónde lo llevaban sus pies, Klaus caminó hasta que se encontró trepando sobre aquella montaña de fragmentos. Con una vitalidad que no había tenido en los últimos tiempos, fue eligiendo pedazos de juguetes y arrojándolos a un costado. Una sensación desconocida de alegría y creatividad le permitían reconocer de un simple vistazo cada trocito de madera: un rectángulo serviría para el techo de una casa, con un cilindro podría fabricar rueditas si las cortaba prolijamente, el hallazgo de una cabeza completa de elefante lo llevaba a encontrar en segundos un buen pedazo de madera para fabricar el resto del cuerpo…
Estaba tan entusiamado que cuando bajó del montículo ya había pasado bastante tiempo.
El chico a quien pensaba decirle que le construiría con sus propias manos un lindo juguete, ya se había ido. Sin embargo, Klaus seguía animado por una sensación reconfortante. No sabia bien por qué, pero la asociaba con su esposa. Ella, Gertrudis, siempre había admirado a Klaus por sus habilidades manuales. La mujer solía decir que era capaz de hacer milagros con las manos porque reparaba todo lo que se rompía en la casa; era tan capaz de fabricar una puerta como de recomponer un jarrón destrozado. Klaus miró al cielo como agradeciéndole a su esposa porque sentía que de alguna manera ella lo había guiado hasta esa valiosa pila de restos de juguetes. A continuación fue hasta el portón de la fáabrica y golpeó.
Abrió un obrero, a quien le pidió una bolsa para llevarse las maderitas que había separado.
El hombre lo miró con desconfianza, y sin decir una sola palabra, se perdió por una puerta lateral; rato después reapareció con dos grandes bolsas y Klaus le agradeció mucho.
Aquella tarde volvió a su casa cargado de maderitas. De inmediato puso manos a la obra. Trabajó todas las noches y los días siguientes, con breves interrupciones sólo para comer y dormir, casi sin noción del paso de las horas. Hasta que una mañana, extenuado pero feliz, se sentó en el suelo, apoyó la espalda contra la pared y contempló su obra: cientos de juguetes de todos los tamaños, perfectamente terminados y pintados con vivos colores. Sonrió por primera vez en mucho tiempo al reconocer los restos de un viejo cepillo en el pelo de un muñeco; y aquel costoso abrigo que nunca se había atrevido a usar, convertido ahora en una larga fila de ositos, monos y camellos.
En los días que siguieron- ya se acercaba Navidad-, Klaus se dedicó a averiguar las direcciones de todos los chicos de la ciudad. Las anotó cuidadosamente en una libreta, agrupándolas por calles y barrios, y cuando llegó la víspera de la Nochebuena ya tenía todo listo para llevar a cabo el plan más ambicioso de su vida. En su taller guardaba siete enormes bolsas repletas de juguetes que pronto tendrían dueños.
Una idea rondaba a Klaus: quien repartiera esos juguetes tendría que ser alguien especial, fantástico, y reconocible a la vez. Es decir, él mismo pero disfrazado de otro. Con una vaga imagen de lo que quería, se puso a confeccionar un traje. Al fin y al cabo Klaus era un sastre, el mejor de la ciudad y la ocasión merecía ropa nueva. Trabajó todo el día y al atardecer había terminado un curioso traje rojo. Cuando se lo probó y se miró al espejo, pensó que además necesitaba un gorro en el mismo estilo. A la hora de cenar ya estaba terminado.
La Nochebuena se presentó fría y tempestuosa. Poco antes de que sonaran las doce campanadas, acomodó las bolsas de juguetes sobre un viejo trineo en el que muchas veces había llevado de paseo a su hijo.
El cargamento era pesado, y tuvo que esforzarse para transportarlo sobre la nieve. Pero se las arregló para ir de calle en calle, dejando un paquete en la puerta de cada casa donde vivía una familia pobre. Cada paquete contenía un juguete para un niño de la casa y una notita que decía: “¡Feliz Navidad!”.
Aquella mañana de Navidad fue la más feliz para los sorprendidos chicos de la ciudad. Nadie sabia qué pensar y pronto comenzó a circular y tomar forma una leyenda:
“La de un anciano vestido de rojo a quien algunos madrugadores habían visto repartiendo paquetes sobre un viejo trineo…” La leyenda circuló de boca en boca y fue creciendo hasta que se rumoreó que ¡el trineo iba tirado por renos y había descendido del cielo!
Esa Navidad fue radiante para Klaus; salió a caminar como antes, pero ahora veía aquí y allá chicos felices disfrutando de sus juguetes nuevos. Una sorpresa lo esperaba a la vuelta de una esquina: el chico del mechón blanco, que jugaba con un hermoso tren de diez vagones.
Por un momento, Klaus se asustó: él habia hecho ese tren recordando el juguete que el chico miraba en la vidriera de la fábrica, pero no había vuelto a verlo a él ni había podido saber su dirección.
La cara de Klaus se iluminó con una amplia sonrisa y miró al cielo, como buscando una explicación para ese pequeño milagro que los había hecho tan felices a ese chico y a él…
Relato popular de Finlandia