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Pérdido en la ciudad de la furia

11.5.09



Dejó el hotel Panamericano y, a paso bamboleante, salió a Carlos Pellegrini. Eran casi las 16 del miércoles, acababan de interrumpirle una pequeña siesta y no sabía dónde estaba. El viaje tan largo, el jet lag, la multitud de peatones atropellados, los bocinazos, y los letreros de las líneas B, C y D, quizá, lo llevaron a suponer que seguía en Nueva York. «Street Blues», como su tema: al fin y al cabo, todas las ciudades del mundo son la misma ciudad. Avanzó en dirección a la boca del subte y se perdió allí.

Media hora más tarde, cuando los integrantes de su producción ya lo esperaban en el lobby, tal como habían convenido, vieron que no bajaba. Primer signo de inquietud. Dejaron pasar diez minutos y, entonces, llamaron en vano a su habitación. Tampoco el manager tenía la menor idea sobre dónde podía estar Ornette Coleman, figura capital de la escena musical norteamericana del último medio siglo y revolucionario del free jazz.

Con la tarjeta magnética de seguridad, y a instancias de los ya desesperados acompañantes, entre ellos su hijo Denardo, también músico, el hotel autorizó que entraran en su suite: sobre la cama, doblada con prolijidad, reposaba la ropa que debía vestir a las 19 en la ceremonia donde Mauricio Macri le concedería, en el Palacio Municipal, el título de Huésped Ilustre de Buenos Aires. A un lado estaban el pasaporte, las tarjetas de crédito y el dinero. Se había ido sin nada.

Denardo trató de aquietar un tanto la angustia de los demás y explicó que su padre, de 79 años, tenía la costumbre de salir a caminar sin rumbo fijo y que a veces se desorientaba. «Pero a lo sumo», agregó, «tarda dos horas, nunca mucho más». Los músicos se lanzaron a patrullar Lavalle para tratar de dar con él, sin resultados.

Media hora antes de las 19, se comunicaron con la secretaría privada de la Jefatura de Gobierno para que se le advirtiera al alcalde que el acto, desafortunadamente, corría peligro, porque el homenajeado se había extraviado en la Ciudad. Denardo, temiendo además un desaire diplomático, se ofreció a concurrir para recibir los honores en nombre de su padre, aunque la reacción del Gobierno fue, en este caso, sensata: ¿quién tendría el ánimo suficiente como para condecorar, en ausencia, a un artista célebre con paradero desconocido en Buenos Aires? Ya habría tiempo para convertirlo en Huésped Ilustre: urgía primero saber dónde estaba siendo huésped.

El secretario de Cultura, Hernán Lombardi, desde ese momento pegado al celular con su amigo y ya lejano antecesor en el cargo Darío Lopérfido (titular de la productora Odisea, que traía a Coleman a Buenos Aires), triangulaba con él los llamados a la Policía. Poco antes, se había puesto en conocimiento del hecho a Aníbal Fernández, para que agilizara los trámites con la Federal.

Cuando ya había caído la noche, la Comisaría del Turista y la Seccional Tercera continuaron asegurando que no se habían registrado casos de accidentes, violentos o no, en los que estuviera involucrada alguna persona de sexo masculino, afronorteamericano y de la edad denunciada. El SAME, igualmente, confirmó que no existía NN de esas características en ningún hospital municipal. Denardo, ya convencido de que este nuevo paseo de su padre no era de los habituales, hizo la denuncia por averiguación de paradero, mientras todos continuaron con sus pesquisas por el centro y calles aledañas. Nadie pegó un ojo esa noche.

Con las primeras horas del día se reunieron Denardo, Darío Lopérfido, Mariángeles Fernández Rajoy (también de la productora Odisea, y gestora desde hacía 16 años de esta primera visita de Coleman a la Argentina) y el manager, y entre todos decidieron dar parte a la Embajada de los EE.UU. para que se sumara a la búsqueda. Estuvieron de acuerdo, pero lo que había que evitar, dijeron, era la trascendencia a los medios.

Sólo entonces, junto con los encargados de seguridad del Panamericano, pudieron ver las grabaciones de las cámaras de seguridad del día anterior. Allí estaba el creador de «Place in Space» y «Foreigner in a Free Land» transitando sin rumbo por los pasillos, descendiendo lentamente las escaleras, 13 pisos en total, con una breve parada en el cuarto. Desde allí tomó el ascensor, se reclinó en los sillones del lobby y dormitó un rato hasta que un botones, intrigado, le preguntó qué hacía; Coleman le respondió: «Espero a mi esposa» (está divorciado desde hace muchos años, pero eso no le incumbía al empleado). Tal vez, para evitar un nuevo sobresalto, salió entonces a la calle y se perdió.

La llamada milagrosa sobrevino alrededor de las 11 de la mañana del jueves, desde una comisaría en Tigre. Tres personas, incluyendo desde luego a Denardo (que habló finalmente por teléfono con su padre y dijo que lo escuchaba bien), corrieron hacia allá junto con un abogado de la empresa. Estaba en Benavídez. El comisario y uno de los oficiales, felices, exultantes casi, los hicieron pasar. Allí estaba el maestro, con la ropa algo arrugada pero en buen estado, a los abrazos con todos.

En una pequeña oficina de la comisaría, al fin, se pudo reconstruir el misterio Coleman: el oficial contó que, por la noche, fue hallado por unas personas «en un predio, de donde no se quería ir». Como nadie le entendía una palabra, llamaron a la Policía y lo trasladaron a la seccional. Allí, narró el comisario, «le dimos un guisito de arroz, que comió poquito, puso cara de que no quería más, pero se tomó dos vasitos de vino. ¡Nos pidió vino! Y bueno, se lo dimos...». Uno de los oficiales, suponiendo que el guiso no le había gustado, fue a un kiosco y le compró un pebete de jamón y queso, del que Ornette «comió sólo la mitad y se guardó el resto en una bolsita de plástico que no soltó en ningún momento, como para tener cuando tuviera hambre», se ufanó el policía.

Por la mañana, llamaron a una profesora de inglés del barrio, presumiblemente poco ducha en el acento de Forth Worth (Texas) de Coleman. Pero, al menos, pudieron entenderle dos cosas: el nombre, y que era músico de jazz. Entonces lo «googlearon».

La sorpresa de los policías cuando descubrieron la infinidad de videos suyos en YouTube!, que comenzaron a reproducir en el acto, fue inmensa. «¡Es refamoso!», se entusiasmó el comisario durante la reunión. «Pero nosotros no lo conocíamos, ahora nos dimos cuenta de quién es. Se tomó el tren, tiene el boleto guardado en el bolsillo, el subte y el tren», añadió el oficial.

Cuando los oyó hablar de viajes, intervino el propio Coleman: «Las ideas musicales van arriba y abajo, al Este y al Oeste». Sólo la productora fue capaz de contestarle: «En el ahora», y si bien la Policía no reparó en el matiz de la respuesta, al maestro le encantó; levantó el índice y expresó: «Bien dicho, bien dicho. Todo es el ahora».

Ahuyentando el riesgo de una derivación filosófica del todo inoportuna, el oficial se apresuró a explicar que, debido a la denuncia, había que llevarlo a la salita de atención médica para verificar que estuviera en buen estado de salud, antes de entregarlo a los familiares. A esa hora, ya era una celebridad en Benavídez: todo el personal, enfermeras y auxiliares de la salita hacían fila para verlo. Lo atendió un médico que no hablaba inglés, junto con quien entraron otras cinco personas en el consultorio: el manager, el hijo, el abogado, el policía y la productora/traductora.

Tenía la presión arterial un poco alta. El médico preguntó qué remedios tomaba habitualmente, le ofreció darle una pastilla, pero prefirieron que continuara con sus propios medicamentos en cuanto llegara al hotel. Entonces le hizo una pregunta del estilo «¿usted sabe por qué está acá?». Coleman, impasible, se acomodó la camisa, se bajó el chalequito de lana, le dio un apretón de manos diplomático, y musitó «Thank you, thank you». Después miró alrededor y le llamó la atención que en la sala de espera hubiera tantas mujeres embarazadas. ¿Qué hacía él entre ellas?

Todos volvían a respirar. Se labró un acta, el abogado la revisó, y Denardo, previa traducción, dejó constancia de que recibía a su padre en perfectas condiciones. Él ya dormía en la camioneta de la producción; al fin, sin que nadie lo importunara para recibir honores. Durmió todo el viaje de regreso. En el hotel se bañó, se afeitó, durmió un poco más y se molestó cuando le sugirieron, justamente a él, si no prefería postergar el concierto de esa noche en el Gran Rex para el lunes siguiente. Bajó a horario, con su traje de tafeta tornasolada celeste, con reflejos violáceos con solapas en picos y botones sobre la manga, su sombrerito y el saxo, y en el Gran Rex hizo uno de los mejores conciertos de su vida. Como lo son casi todos los conciertos de su vida.