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El jefe más maquiavélico

9.11.10



 Por Claudio Uriarte *
* Autor de Almirante Cero. Biografía no autorizada de Emilio Eduardo Massera. Uriarte murió en julio de 2007. Esta nota permanecía inédita hasta hoy.

Para Página 12
Fue de lejos el jefe más maquiavélico, torcido, barroco, dúplice, oportunista y complejo que tuvo el engendro de siete años de duración que se llamó a sí mismo Proceso de Reorganización Nacional. 
También fue de lejos el más ambicioso, y el más inescrupuloso a la hora de tratar de concretar su deseo: conquistar el poder absoluto. Porque el ex almirante Emilio Eduardo Massera quiso para sí mismo mucho más que el rol de represor y estafador por el que hoy se lo recuerda de modo excluyente. 
Fue el más político de los jefes militares de entonces; la represión y la sangre no eran para él más que escalones para lograr sus ambiciones de máxima, en que se imaginaba nada menos que como un nuevo Perón.
Eso lo define como un marino atípico. Desde el apoyo del almirante Domecq García a las bandas rompehuelgas de la Liga Patriótica de la primera parte del siglo hasta el rol del almirante Rojas como jefe del ala dura de la Revolución Libertadora de 1955, desde la temprana convocatoria antiperonista del almirante Vernengo Lima en los días críticos del “gobierno a la Corte” en 1945 hasta el bombardeo aeronaval de la Plaza de Mayo en 1955 y los fusilamientos ilegales de guerrilleros en la Base Naval Almirante Zar en 1972, la Marina de Guerra argentina siempre había encarnado una sola, ininterrumpida línea de conducta como el arma más consistentemente reaccionaria, y de imaginario más aristocratizante, de las que surcaron el proceso político argentino. 
Pero Massera, un ambicioso oficial de inteligencia cuyo rol más importante en el legajo de servicios había sido la jefatura del Servicio de Informaciones Navales, vio en 1972 la oportunidad y la aprovechó sin asco: el país giraba a la izquierda, la vuelta de Perón era imparable y en estas condiciones era posible que un joven contraalmirante saltara dos promociones y descabezara a las reliquias sobrevivientes del gorilismo para postularse como el jefe naval con que el peronismo podía tratar y hacer negocios. “Masserita: usted se equivocó de tren –le dijo una vez Perón–: en vez de ir a Campo de Mayo se metió en el de Río Santiago.”
Efectivamente, se parecía mucho más a un militar que a un marino, por lo menos en el campo de las ambiciones políticas. Pero la pertenencia a la Marina, que por naturaleza es un arma aislada del contexto general, en barcos lejanos o en abstractos ejercicios de Estado Mayor, y que además nunca representó más de un tercio de la cantidad de hombres del Ejército, era una limitación efectiva. Massera resolvió superarla ganando implantación territorial.
Y, en tiempos de la dictadura, eso significaba multiplicar todo el tiempo el papel de la Armada en la represión ilegal. Por eso fue posible el enorme rol de la ESMA –en cuyas primeras operaciones participó en persona– dentro de las operaciones represivas; por eso Massera pudo concretar una decisión aparentemente absurda como la de abrir un Liceo Naval en una provincia mediterránea como Córdoba.
Durante el tercer gobierno peronista, Massera había convertido a la Marina en el arma más sólidamente identificada con el poder político. Muerto Perón, se consagró a seducir platónicamente a su viuda, a la que halagaba con ramos de flores, cajas de bombones y reverencias. 
Cuando el gobierno de Isabel empezó a tambalearse, hizo de la Armada la fuerza más cerradamente defensora de su derrocamiento. El golpe del 24 de marzo no fue planeado en el Edificio Libertador, del Ejército, sino en el más discreto Edificio Libertad, de la Marina, donde desde octubre de 1975 habían empezado a multiplicarse unos misteriosos cartelitos con la inscripción “Area restringida”. 
Todo esto tenía el objeto de negociar de antemano un papel inéditamente protagónico para su fuerza dentro del Proceso que se venía. Lo logró a un grado antes inimaginable, logrando establecer el principio de la subdivisión del poder del Estado en un 33 por ciento para cada una de las tres armas. Ministerios, embajadas, radios y televisiones fueron repartidos de acuerdo a este principio de poder feudalizado. Eso favorecía las competencias y las intrigas internas. Y Massera era un intrigante de primera línea.
Desarrolló una maniobra increíble. Para dentro de las Fuerzas Armadas, era el portavoz de la línea dura; para fuera, era el almirante culto y aperturista de los discursos de estilo literario que decía que “nadie muere por el Producto Bruto Interno”, se oponía a la política económica neoliberal de José Alfredo Martínez de Hoz y desplegaba una incesante actividad internacional con epicentros en el Vaticano y la logia Propaganda 2 de Licio Gelli.
Pero lo más llamativo es lo que trató de hacer en sus cárceles. En un momento, Massera logró tener en una discreta prisión domiciliaria naval a Isabel Perón, a los peronistas de “centro” como Lorenzo Miguel y Carlos Saúl Menem en el buque 33 Orientales y a los Montoneros, a los que quería recuperar, en la ESMA, como una parodia carcelaria del Movimiento Nacional Justicialista. Y si para dentro de la Junta representaba a la línea dura, de modo de favorecer la quiebra del Ejército entre los comandantes de cuerpo y Jorge Rafael Videla, para afuera buscaba negociar con los Montoneros las reglas de la posguerra.
Paradójicamente, lo que determinó el inicio de su decadencia fue su temeridad al confrontar con poderes demasiado grandes, a los que no podía vencer a largo plazo. Uno de ellos fue el Establishment. 
Massera fue responsable sucesivamente de las desapariciones del empresario textil radical y embajador procesista en Venezuela Héctor Hidalgo Solá, de la diplomática argentina Elena Holmberg Lanusse –que empezaba a denunciar sus contactos extranjeros con los Montoneros, incluyendo una presunta entrevista en París con Mario Eduardo Firmenich– y del empresario Fernando Branca, con quien había tenido negocios turbios y de cuya esposa, Martha Rodríguez MacCormack, él era amante. 
Algunos miembros del equipo económico de Martínez de Hoz, como el ex secretario de Hacienda Juan Alemann, nunca dejaron de sospechar que Massera había estado detrás de una misteriosa ola de atentados dinamiteros realizados contra ellos en 1979, como tampoco dejó de estarlo nunca el radical Ricardo Yofre, subsecretario general de la Presidencia de Videla, ante una bomba en el palier de su casa. 
Dentro de este revoltijo sangriento se mezclaban promiscuamente móviles políticos, sexuales y de negocios, lo que convirtió a Massera en un personaje muy peligroso a los ojos de muchos de los que reinan pero no gobiernan. 
E incluso para sus propios camaradas. Un vicealmirante de su Gabinete de Asuntos Especiales me comentó años después: “Que matara por política vaya y pase, pero hacerlo por una cuestión de faldas...”. Quizá sea innecesario recordar que Massera, “El Negro”, era también el Don Juan número uno de la dictadura, disfrutando que el mundo comentara sus romances con modelitos como Graciela Alfano y escritoras como Marta Lynch.
Otro de los dioses desafiados fue el Ejército. Aunque Massera tenía muy buenas relaciones con Guillermo Suárez Mason y otros generales exponentes de la línea dura, desde el desbarranque militar tras la aventura de Malvinas en 1982 el grueso del Ejército empezó a resentir sus intrigas y conspiraciones y decidió acabar políticamente con él. 
La primera vez que Massera estuvo preso no fue en democracia, sino en los últimos tiempos de la dictadura militar, por orden del juez procesista Oscar Salvi, por la causa de la desaparición de Fernando Branca y, de acuerdo a algunas fuentes, por instigación del Batallón de Inteligencia 601.
Pero el núcleo de su fracaso político radicó en que el cumplimiento de su proyecto dependía de demasiados condicionantes que se cancelaban mutuamente. Dependía de que la dictadura se mantuviera, pero no tanto como para que él quedara en los márgenes de su historia; que hubiera cierta apertura política, pero de modo que sólo pudieran emerger él y su raquítico Partido de la Democracia Social; tras pasar a retiro en 1978 empezó a hablar crecientemente como un político de la oposición, pero dependía al mismo tiempo de los recursos de una Marina que seguía siendo parte de la Junta.
La tarea de ser al mismo tiempo la encarnación del Proceso y del Antiproceso fue excesiva, incluso para él. Y cuando la dictadura desapareció en desbande, ya no hubo modo que su “movimiento político” de laboratorio, relaciones públicas, diarios inventados, noche y niebla pudiera sobrevivir en la política de la vida real.
Por eso, incapaz de saciar su sed política, pasó sus últimos años rodeado de un pequeño grupito de amigos y colegas, cada vez más viejos y aislados, para reaparecer algunas veces en público y constituirse en el defensor político de todo lo actuado por la dictadura desde 1976, cuando antes había tratado de surgir como su crítico. 
Muchas veces amagó con la publicación de sus Memorias, y la mano de muchos escritores fantasma pasó sucesivamente por sus páginas, pero el libro nunca quedó en nada más que fárragos de materiales caóticos e incoherentes, como si algunas cosas se resistieran a ser escritas.